lunes, 25 de febrero de 2013

Capítulo VI




Lástima que su padre no usaba teléfono móvil, de lo contrario le habría llamado al momento para echarle una soberana bronca. El timbre del teléfono de la mesilla le sobresaltó y le hizo dar un respingo. Lo cogió inmediatamente y se llevó la mano al pecho.

-          ¿Papá?
-          Minerva, soy Pierre, tengo que hablar con tu padre. Es sobre el anillo, bueno, sobre el fiambre.

Minerva odiaba que se hablara con desprecio de los muertos. Aunque no los conociera.

-          Mi padre no está. Según parece está en una conferencia. Por cierto ¿cómo tienes el número de esta casa? – dijo secamente.
-          Me lo dio tu padre ¿no lo recuerdas?
-          Mi padre es un entrometido. Bueno, ¿sabes algo nuevo?
-          Vaya, parece que al fin te intereso.
-          Déjate de tonterías, Pierre. Sabes que me intereso por ti. Ya sabes que no soy muy cumplida.
-          Qué me vas a contar. Y no quería decir que te intereses por mí, sino que estés interesada en mí.
-          Vale, ahora clase de lingüística –lanzó un resoplido.
-          No refunfuñes más ¿Te recojo y te cuento?
-          Mejor voy a comisaría y me lo cuentas allí. Tengo aquí el coche y no pienso dejarlo.
-          Te espero. Me encantará que una chica guapa venga a verme, mis compañeros se pondrán verdes de…

Minerva no le dejó acabar y con su acostumbrada e impuesta frialdad le colgó. Tomó el coche y condujo hasta la capital. Ya en comisaría preguntó por el despacho del teniente Guirola y la funcionaria del mostrador la miró por encima de las gafas.

-          ¿El despacho? Mira mona, si te refieres a Pierre Guirola, su “despacho” está en el segundo piso, segunda puerta a la derecha. Homicidios.

Minerva pasó y se adentró por el largo y ancho pasillo de la comisaría. Desde luego, las ponían allí para alejar a la gente. Antes de subir la escalera se giró. La mujer la observaba apoyada sobre los codos en el mostrador. No soportaba la pedantería con que algunas personas tratan a otras por el simple hecho de estar tras una ventanilla o una mesa de despacho. Ella era una persona culta, estudiada, inteligente y sin embargo, a pesar de su frialdad, no se jactaba ante los demás por sus estudios o por ser de buena familia, toda esa clase de tonterías que de niña tuvo que soportar entre las compañeras de colegio.

Minerva se educó en un colegio privado. No en el típico colegio religioso que a su madre le habría gustado. El Doctor no quería que le influyesen en lo tocante a las creencias. Sin embargo no dejaba de ser un centro elitista reservado a las familias pudientes. Quizás, quería pensar Minerva, era una manera que tenía su padre de protegerla. Aldo siempre criticaba la, para él, tosquedad de los alumnos de los colegios públicos. Minerva no comprendía esa idea en alguien que según decía, venía de orígenes humildes. O quizás era por eso, para borrar la huella de sinsabor que le producía a su padre esa procedencia. Estaba claro que Aldo Castiglione no había estado en un colegio de las características del que Minerva tuvo que sufrir. Si allí no había tosquedad, lo que sí había era ausencia de cualquier clase de modestia, respeto, fidelidad o caridad. No por parte de las profesoras, que en cuanto a disciplina tenían un concepto casi medieval. En lo tocante al respeto, cuando era en sentido profesor-alumno, era nulo, aunque exigían casi veneración en el caso contrario. Las niñas en cambio eran competitivas y crueles entre sí. En cuanto sabían de una con un poco de sensibilidad, o escaso estómago para domeñar, someter o amedrentar a las más débiles, entraban a formar parte del grupo avasallado. Era una guerra continua por aparentar ser la más fuerte, la más rica, la más apreciada por el profesorado. Ciertamente las preparaban bien para acometer el futuro en la sociedad clasista de la que provenían. Al principio, Minerva intentó ser como ellas o al menos que no la tomaran por una de las débiles, de las hijas de aburguesados que pretendían nadar entre tiburones. Con el tiempo supo rodearse de una especie de envoltura para no ser vista por las harpías. No se entregaba al escarnio de las pobres, pero tampoco alternaba con ellas para no caer en el punto de mira de las más crueles. Por supuesto tampoco hizo nada por evitarlo, cosa que sabía imposible, internada como estaba en aquel criadero de “señoritas bien”. Quizás de ahí le vino lo de ser periodista, para poder denunciar atropellos e injusticias, solo que sus jefes no querían verlo. De poco valieron los intentos de Alexandra por hacerla una esposa perfecta para algún rico heredero durante el último año que pudieron disfrutar juntas, al finalizar la Primaria. Al contrario, quizás eso la hacía aferrarse a su soltería con uñas y dientes, muy a pesar de Pierre. La experiencia que la propia Alexandra le dejó en herencia a Minerva, con la soledad en que vivió el tiempo que estuvo en el mundo con su padre, flaco favor hacía a la posibilidad de un futuro en pareja. Quizás también era eso lo que la hacía aparentar un aire alejado de la típica chica sexy y voluptuosa que sin duda sería si quisiera.


Subió la escalera dejando atrás a la indiscreta conserje tras sus horrendas gafas de metal y llegó al segundo piso. La segunda puerta daba a una amplia oficina en la que, desde los cristales de la mampara que la separaba del pasillo, se veían lo que supuso serían carabinieris como Pierre. En una de las mesas estaba él. Se le quedó mirando un instante mientras trabajaba. No era feo. Más bien era guapo. Su madre habría dicho que estaba como un tren, aunque para su madre, cualquier hombre de aspecto típicamente latino estaba como un tren. Y eso que solía ser muy recatada en público, pero en la confidencialidad de las conversaciones “madre-hija” veraniegas, en las terrazas del pueblo de Cittá di Castello, cercano a Villa Alexandra.

Decidió por una vez seguirle el juego a Pierre. No era propio de ella pero, por darle un premio a Pierre y una bofetada a aquella bruja de la entrada. Se soltó el pelo y se lo ahuecó un poco. No llevaba tacones, como de costumbre, pero sabía erguirse y aparentar llevarlos. Se quitó el abrigo y estiró los hombros hacia atrás. Abrió la puerta y se quedó un instante en el umbral para que todos pudieran observarla. Pierre levantó la vista y casi no la reconoció con el pelo suelto. El estómago le dio un brinco. Minerva se abrió paso entre las miradas de los compañeros de Pierre. Verdaderamente no se sentía cómoda y se arrepintió al momento, pero ya no era cuestión de amilanarse. Pierre se levantó y la esperó. Una sonrisa estúpida se dibujaba en su rostro. Nada diferente de la de algunos otros que le abrían paso al cruzar la sala. Por un instante pensó que quizás estaba equivocada y era esta una estrategia más interesante que la de representar ser una sosa. Llegó frente a Pierre y este se quedó sin saber que decirle.

-          Bueno, ¿me siento? – dijo mirando la silla que había frente a la mesa.
-          Eh, claro Minerva, claro. Que estúpido – dijo sintiéndose azorado.
-          Y bien - Minerva sentía las miradas en su cuerpo. Estaba un poco molesta.

Pierre lo notó y se giró hacia sus compañeros. Carraspeó, y como en un elaborado lenguaje masculino de signos, el resto de compañeros volvió a sus quehaceres regresando el típico murmullo de oficina.

-          Vaya sorpresa Minerva. Pensaba que me llamarías desde la puerta como siempre – dijo Pierre mostrando el teléfono.
-          Bah, decidí ver dónde trabajabas con mis propios ojos – añadió ella echando un vistazo alrededor.
-          Quizás no es lo que esperabas. No sé.
-          Bueno, tampoco esperaba verte en una de esas aulas de serie americana, llena de fotos de asesinados y líneas rojas uniendo nombres. Ya sabes, con un cristal escrito con rotulador con las pruebas y las posibles coartadas.
-          Sí ya, tampoco es un despacho privado con cortinas venecianas de novela negra. Pero es lo que hay, pocos recursos y demasiado trabajo.
-          Bueno, donde trabajo es más o menos lo mismo. Quizás un poco más moderno pero igual de funcional. Pero no me llamaste para hablar de decoración – dijo recuperando su estilo habitual de ir al grano del asunto.
-          Sí, por supuesto, bajemos a la puerta. Allí hablaremos con más tranquilidad, ya sabes.

Pierre no quería que supieran que hablaba de “trabajo” con personas ajenas al departamento. Cuando salían, Minerva dejó caer un “hasta luego” a los que volvieron a mirarla. Como algo ensayado, todos al unísono contestaron lo mismo con una sonrisa bobalicona en la cara.

-          Desde luego Pierre, sois infantiles.
-          Son los colegas, que están salidos como marineros en día de paga.
-          No me refiero a tus compañeros en particular.
-          Somos hombres, nada más.
-          ¿Hombres? En un patio de colegio no habría más babas y risitas.
-          ¿Vamos a discutir sobre machismo-feminismo?
-          No, Pierre, no tiene remedio. Bueno, lo que me querías decir.

Llegaron a la recepción de la comisaría y la funcionaria los miró sin mucho interés. Volvió a sus quehaceres frente al ordenador, pero de pronto se detuvo y quitándose las gafas volvió a mirar al darse cuenta de que era la misma chica que acababa de subir, solo que con un aspecto diferente.

-          Salgamos fuera – susurró Minerva – la “portera” no nos quita ojo.

Pierre sonrió y salieron a la calle.

-          Bueno, resulta que he podido saber qué es el anillo. Quiero decir, qué significa. Es un viejo escudo…
-          Blasón.
-          Sí, blasón. Parece ser que pertenece a un antiguo señorío, o como se llame – adelantó antes de que Minerva volviera a corregirle. Ella sonrió.
-          Sería una pieza de colección.
-          Tal vez, pero quiero cerciorarme. ¿Me ayudarás a buscar dónde está el lugar donde pertenece?
-          Y el que te ha dicho qué es un “escudo de un señorío” ¿no puede decirte dónde está?
-          Lo encontré en Google.


domingo, 2 de diciembre de 2012

Capítulo V


A la mañana siguiente tomó el camino de costumbre hacia la casa de los Castiglione. Durante el trayecto iba oyendo las noticias como era su costumbre. No solía oír música en la radio. Debido a su formación pensaba que en cualquier momento podía suceder algo y ella debía estar informada. Su padre decía que si algo pasaba de importancia seguro que habría alguien allí para contarlo. Siempre recordaba que antes las noticias tardaban hasta una semana en llegar de una punta del mundo a la otra, y eso si había algún periodista allí. Ella le decía que quería estar allí cuando pasara y ser la primera en dar esa noticia trascendental que se recordara por mucho tiempo. Su padre no lo comprendía. Para él el tiempo era algo relativo. Aquellas tumbas etruscas por ejemplo que tanto gustaba de visitar, estaban allí desde hacia más de dos mil años y seguirían allí otros dos mil más como mínimo. En su mundo el tiempo se media en Edades y no en años o semanas. El trabajo de su hija era trepidante, cambiaba continuamente. Lo que hoy era una novedad dejaba de serlo a la mañana siguiente. Para él sin embargo el pasado estaba ahí detenido y solo había que estudiarlo. Su trabajo era lento y concienzudo. Una excavación podía durar décadas e incluso generaciones. No era para ir con prisas. Cuando llegó a la villa la encontró extrañamente cerrada. Jamás en toda su vida había ocurrido que las verjas de la entrada estuvieran cerradas. Aquello le alarmó. Por suerte tenia una copia de las llaves que nunca había tenido que utilizar. Las buscó en su bolso y en unos segundos subía por el pequeño sendero de gravilla que le llevaba a la puerta de la casa. También estaba cerrada y eso le produjo una extraña sensación de ahogo. Se temía lo peor. Estuvo a punto de llamar a Pierre para que acudiese y entrase a encontrarse con la imagen dantesca de su padre tumbado en el suelo de su despacho. Durante aquella semana había llegado a pensar muchas veces en esta situación y otras tantas las había desechado por considerarlo una locura producto de su propio temor. ¿Y si esta vez era verdad y su padre había decidido acabar con todo? Nerviosamente giró la cerradura y sin atreverse a llamarlo subió a su despacho. Abrió la puerta y dirigió inmediatamente la vista al suelo. No, su padre no estaba allí ni vivo ni muerto. Algo más tranquila siguió buscando por el resto de la casa aunque sentía que el corazón se le aceleraba cada vez que abría una puerta. Definitivamente el profesor no estaba dentro de la casa. Subió de nuevo al despacho y tomó unos prismáticos de una vitrina. En un extremo de la casa había una torrecilla que servia de atalaya para poder ver toda la finca y desde allí Minerva trató de encontrar a su padre si acaso estaba dando una vuelta por los alrededores. Nada, ni rastro de él. Cuando volvió al despacho una vez más a dejar los prismáticos se percató de una nota sobre la mesa. Con la prisa y los nervios no había reparado en ella las dos veces anteriores. Rápidamente la leyó.
 

 

Minerva suspiró aliviada. Al menos no se habían cumplido sus temores.

sábado, 17 de noviembre de 2012

Capítulo IV


Rodaban por la autovía hacia Roma en silencio. En la radio sonaba una típica balada italiana. Pierre descansaba la cabeza sobre el apoyo del asiento y tarareaba bajito. Minerva cambió de cadena y puso las noticias. Pierre levantó la cabeza y la miró desconcertado.

— ¿Porqué eres así?—  dijo.
— ¿Así cómo?
— Tan fría.
— ¿Fría, fría en qué sentido?
— En todos. No sé a que le temes pero, estás siempre a la defensiva, con tus frases cortantes y tus advertencias. Relájate un poco y disfruta de la vida.
— No le temo a nada. No sé a que te refieres.
— ¿No te gusta ningún chico?
— ¿Y a ti qué te importa?
— Más de lo que tú pareces comprender.
— Vamos, ¿te estás declarando? No me lo puedo creer. Si solo has estado unas horas en mi casa, no me digas que te has hecho una película—  dijo ella riendo.
— Eres cruel ¿sabes? Muy cruel a veces. No sé ni porque te cuento nada—  Pierre se volvió hacia el frente y se desplomó en su asiento mirando la carretera.
— No te enfades Pierre. Lo que pasa es que yo no quiero tener una relación, pero no es solo contigo, con nadie—  Minerva trató de relajar el ambiente poniéndole una mano en el hombro a Pierre.
— Tranquila, conduce. No te preocupes por mí. Soy un romántico y no todo el mundo tiene porque sentir igual.
— Mi padre y mi madre se querían, sin embargo cada uno vivía en su mundo separados apenas unos metros físicamente, pero kilómetros en su interior. No me gustaría vivir como lo hizo ella.
— Tu madre era griega, ¿es cierto?
— Vaya, el inspector ha indagado en mi pasado.
— Me lo dijo tu padre.
— ¿Y? ¿Acaso el ser griega o italiana cambia el asunto?
— No, solo es curiosidad. Ahora sé porqué me pareces una diosa. Minerva.
— Calla y no digas más tonterías—  dijo dándole un cariñoso manotazo en el hombro.
Entraron por la carretera de Circonvallazione orientale A90 y salieron a la Vía Nomentana. En una de las bocacalles vivía Pierre con su familia. El padre de Pierre era un comisario retirado que viva en un bonito chalet con un amplio jardín y que les solía mirar por encima de sus gafas de cerca cuando ella le iba a recoger o a dejar. Cruzó pocas palabras con Minerva desde que les presentó su hijo pero según éste tenia un buen concepto de ella. En realidad el ex-comisario Piero Guirola estaría encantado de que su hijo al fin encontrara pareja pero era parco en palabras. Minerva detuvo el coche y Pierre se bajó.

— ¿Nos veremos esta semana?—  preguntó él.
— No sé, ya te llamaré.
— Espero que esta vez sea verdad.

Minerva arrancó el coche y continuó hasta su casa. Durante todo el trayecto había estado dándole vueltas en la cabeza a algo que le había chocado en la actitud de su padre. Normalmente solía interesarse con cualquier asunto que implicara investigar o simplemente buscar en alguno de los infinitos volúmenes de su biblioteca. Ésta vez no se interesó lo más mínimo. Casi sin darse cuenta había llegado a casa. Pasó todo el domingo trabajando en casa y se acostó temprano. Durante toda la semana no contactó con Pierre. Estuvo sopesando la posibilidad de ir de nuevo a Villa Alexandra y preguntar a su padre sobre el asunto. Justo cuando iba a salir hacia la casa de su padre pensó que debía llamar a Pierre.

— ¡Minerva que sorpresa!
— Hola Pierre, quería comentarte una cosa en la que llevo pensando toda la semana.
— Tú dirás.
— ¿Recuerdas lo del sábado?
— Por favor, como iba a olvidarlo. Fue un...
— No, no me refiero a eso—  cortó Minerva en su habitual aspereza. –Cuando enseñaste la fotografía a mi padre, ¿no notaste nada extraño?
— No sé a qué te refieres. No conozco a tu padre y no me llamó nada la atención. ¿Qué tendría que haber notado?
— Es extraño que mi padre dijera tan pronto y tan convencido que no reconocía el anillo. A él le encanta investigar todo lo que llega a sus manos. No se da por vencido por muy difícil que resulte la identificación.
— Tal vez ese anillo sea tan claramente actual que no hubiera dudas. ¿De todas formas porqué iba a engañarnos?
— No sé, serán cosas mías. Últimamente veo a mi padre muy abatido. Parece más viejo. Será eso, que se está haciendo viejo.
— No te preocupes mujer, yo le vi muy bien y muy sano. Imaginas cosas raras.
— ¿Has averiguado algo sobre ese hombre?
— Eh, pues... —  titubeó Pierre.
— Vamos, no me digas que tendré que cenar contigo para que me cuentes algo
— Desde luego a veces me pregunto que veo en ti—  dijo Pierre ofendido.
— Perdóname, no tenia intención de provocarte—  Minerva se dio cuenta de que esta vez se había pasado.
— No tenia balas en el cuerpo, así que como no la tenga en la cabeza—  dijo tras una pequeña pausa en la que Minerva pensó que le colgaría. — Eso lo sabremos si la encontramos. Tal vez muriese estrangulado. Eso sí, el corte es limpio y hecho de un tajo. Una guillotina o una hoja afilada.
— ¿Cómo era aquella película? Esa en que solo podía quedar uno.
— “Los Inmortales”.
— Ésa—  la periodista pensó hacer una broma del caso pero recapacitó y tal y como estaba el ambiente no era el momento. –Bueno, es tarde. Mañana me voy temprano a Villa Alexandra y tengo sueño ya.
— ¿Mañana? Sueles ir cada dos fines de semana como un ritual.
— Sí—  Minerva estuvo a punto de decirle que no era asunto suyo pero, — quiero pasar más tiempo con mi padre. Creo que debería cuidarlo más.
— Bien, pero pierde cuidado querida, seguro que no le pasa nada.

lunes, 29 de octubre de 2012

Capítulo III


El sábado por la mañana muy temprano detuvo el coche frente a la comisaría donde Pierre la esperaba. En veinticinco minutos estaban ya fuera de Roma camino hacia Villa Alexandra. Durante el trayecto no hablaron mucho. Una hora más tarde penetraban por las puertas enmarcadas en piedra de la finca del Doctor Castiglione. Era una villa espléndida rodeada de algunos viñedos que el padre de Minerva no explotaba, eso se lo dejaba a una cooperativa agrícola a la que le tenia cedido el producto. Tan solo les pedía algunas botellas de vino y que le mantuviesen el pequeño jardín. La casa era de dos plantas construida en piedra la parte baja y mampostería la superior. Era la típica villa del mediodía italiano rodeada de cipreses y flores. Allí se crió Minerva y deshojaba su jubilación Aldo Castiglione. Pierre fue presentado sin muchas florituras al doctor y este le sonrió amablemente.

— Ya era hora Minerva — dijo el doctor sin soltar la mano del joven.

— ¿Hora de qué papá? — respondió Minerva.

— De que trajeras por fin un chico a casa.

Pierre carraspeó y soltó la mano del doctor que se la aferraba tenazmente. Minerva arrugó la nariz y dándole un beso a su padre le soltó al oído.

— No te hagas ilusiones.

— Pasad y tomaos un refrigerio... Pierre me has dicho ¿verdad?

— Pierre sí — contestó el interpelado.

— Eres francés entonces.

— No señor Castiglione, soy de aquí. De la capital.

— Llámame Aldo por favor. Pero Pierre es francés.

— Sí, mi madre era una enamorada del cine francés según cuenta mi padre y de ahí mi nombre.

— Basta de interrogatorios papá — cortó Minerva.

Pasaron a la cocina y desayunaron. Pierre estaba encantado al sentir que estaba por fin entrando en una parte de Minerva que jamás habría pensado, su familia. Eso era un paso adelante, o al menos eso pensaba él. Hasta la hora del almuerzo estuvieron paseando por la finca y ya después de comer subieron al estudio del doctor pues quería enseñarle parte de su colección de la antigua Roma. Mientras subían, Pierre apremió a Minerva para que hablase a su padre sobre el anillo ya que era el motivo de su visita. Mientras veían las piezas y las monedas de época republicana Minerva sacó el tema.

— Papá, a ver si tu podrías identificar un motivo de un anillo sobre el que tenemos una duda. Creemos que podría ser muy antiguo, no sé si nos puedes dar alguna pista.

Pierre sacó la fotografía y se la pasó a Minerva. Ésta se la entregó a su padre que tomando unas gafas del escritorio se las colocó y echó un vistazo. A primera vista el doctor no parecía reconocer el objeto. Con las cejas levantadas mostraba su típica expresión de atención. De pronto arrugó el entrecejo y se acercó algo más la imagen.

— ¿De dónde habéis sacado esta fotografía? — dijo mirándolos por encima de las gafas.

— Es algo que está investigando Pierre.

— ¿Él también es periodista?

— No, soy policía, de homicidios—  contestó.

El doctor alargó la mano y devolvió la foto a su dueño.

— No reconozco ese símbolo, debe ser un anillo comprado en cualquier mercadillo.

— Imposible—  alegó Pierre. –Es de oro macizo y no tiene marcas de ninguna joyería. Además quien lo llevaba no era precisamente un hombre que comprase cosas de mercadillo según creo.

— Bueno, en los mercadillos también se encuentran piezas de colección. Los dueños de esas tiendas no tienen por que saber de arqueología ni de arte.

— Luego es una pieza antigua—  cortó Minerva.

— No he dicho eso—  sentenció el doctor. –Podría ser una reliquia familiar o un sello mandado a hacer a cualquier joyero. No es una baratija claro pero de ahí a que sea una pieza de arqueología. ¿Es acaso una pieza robada?

— No, solo que podría ser la clave para poder reconocer a su dueño—  habló Pierre guardándose la foto.

— Mírala otra vez, papá—  dijo Minerva rescatándola del bolsillo de Pierre.

A éste casi le da un síncope al sentir la mano de Minerva contra su pecho.

— No tengo ni idea—  dijo Aldo sin siquiera mirarla.

— Déjalo Minerva, quizás mi imaginación hace que vea en ese anillo lo que no es. Tu padre tiene razón, será un sello familiar. Tal vez poniendo un anuncio en el periódico con la fotografía alguien lo reconozca.

— Pudiera ser—  dijo Aldo. –Y ese hombre de la foto, ¿fue asesinado?

— Brutalmente. Le decapitaron y quemaron hace cuatro días. La lluvia apagó el fuego y quedaron aún bastantes restos sin calcinar. No le puedo contar más, discúlpeme.

— Lo comprendo. Supongo que el forense podrá encontrar pistas que ayuden a esclarecer semejante crimen.

— Eso espero. Mientras tanto le tenemos al fresco. Quiero decir en el depósito del Anatómico  se disculpó Pierre ante la mirada censuradora de Minerva.

— Bueno, dejemos ese asunto tan lúgubre y bajemos a tomar un café. Seguro que hay mejores temas de los que charlar—  terció Aldo.

— Un café y nos vamos, es tarde y tenemos que salir hacia Roma para estar allí a la hora de la cena.

 

Aquello fue un jarro de agua fría para Pierre. Estaba disfrutando del día en familia con Minerva como un colegial y como siempre, ella le había bajado de la nube con una frase sentenciosa. El atardecer en el terrado de la casa del doctor era soberbio a pesar de las nubes que teñían de violeta el horizonte. El agradable aroma del café recién hecho tenía a Pierre extasiado. Frente a él, Minerva sorbía lentamente con la taza entre las manos. Su padre charlaba tras una pipa humeante pero Pierre apenas le oía. Solo tenia ojos para ella. Cuando se despedían y ya Minerva estaba sentada al volante, el doctor tomó del brazo a Pierre.

— No te des por vencido.

— No se preocupe, daremos con el asesino.

— ¿Pero qué dices? Me refiero a ella. He visto como miras a mi hija. Es una buena chica pero tiene el carácter de su madre. Era griega ¿sabes?

— ¿De qué habláis?—  cortó Minerva.

— Le decía a Pierre que vuelva cuando quiera. Y tú invítalo a venir.

El doctor Castiglione se despidió de ambos y se quedó en la puerta viendo como el coche se alejaba. Cuando lo perdió de vista subió a su despacho y tomó de un cajón unas llaves y una tarjeta.


 

lunes, 22 de octubre de 2012

Capítulo II


Cuando por fin acabó la tediosa jornada y antes de subir en el coche, Minerva recordó la llamada de Pierre. Buscó en su bolso el teléfono móvil y tecleó en la agenda la letra “P”. Tras Papá estaba Pierre, y descolgó. Unos segundos más tarde oyó la voz de él.

— Minerva, ¿eres tú?
— Sí — se guardó un resoplido porque odiaba las preguntas obvias. Si te están llamando desde un número privado ¿quién va a ser si no?
— ¿Me llamas por lo de esta mañana? — dijo Pierre.
— ¿Es que siempre tienes que hacer ese tipo de preguntas? Claro que te llamo por eso.

Quizás por su condición femenina o por deformación profesional, Minerva odiaba las vaguedades. Sus preguntas solían ser concretas y concisas. No se permitía perder el tiempo en retórica y no quería tampoco que se lo hiciesen perder. Todo lo contrario de Pierre que quizás por su profesión estaba acostumbrado a repasar una y otra vez las mismas pistas o a preguntar una vez tras otra lo mismo a un sospechoso a fin de encontrar un cambio en la respuesta que pudiera abrirle una nueva vía de investigación.

— ¿Cenamos y te cuento?
— Bueno, está bien. Nos vemos dentro de una hora en el "Rimini" — contestó Minerva.

Era su lugar de reunión. Un pequeño restaurante familiar donde cenaban de vez en cuando. El "Rimini" estaba profusamente decorado con objetos de índole culinaria. Ciertamente estaba bastante recargado y eso animaba a los turistas que paladeaban el típico ambiente de ristorante italiano, pero a ellos les gustaba la cocina y el trato.
Minerva llegó puntual y Pierre ya estaba sentado a una mesa con su mantel de pequeños cuadros rojos. Se saludaron con un beso en la mejilla y él le acercó cortésmente la silla. Eligieron algo del menú y Pierre pidió una botella de Chianti.

— Parece que celebráramos algo — dijo Minerva mientras se colocaba la servilleta en el muslo.
— ¿Te parece poca celebración que hace dos meses que no cenábamos?
— ¿Y a qué es debido tanto misterio? Dijiste que el motivo era profesional.
— Es cierto — dijo Pierre algo molesto por la falta de sensibilidad de Minerva. — ¿Esperamos a los postres?

Minerva se desinfló al darse cuenta de lo precipitada que había sido y falta de tacto. Sonrió y se disculpó. Trajeron la cena y mientras comían charlaron de nada en particular. Cuando les sirvieron el postre fue Pierre quien sacó de nuevo el tema.

— Me han dado un caso en el que ando aún algo perdido.
— Vaya, que extraño. No sueles atascarte mucho ante un asesinato. Si no es la Mafia ni un marido celoso, sueles darlo como un ajuste de cuentas entre traficantes.
— No bromees. Hablo en serio, verás, han encontrado un hombre decapitado y medio quemado en un descampado. Según la autopsia no era un cualquiera ya que su última comida fue abundante y cara.
— Joder ya hasta calculan el menú.
— No estaba fichado y por sus huellas es difícil saber de quién se trata. Al carecer de cabeza tampoco podemos identificarlo por la dentadura.
— No es raro encontrar un hombre que haya perdido la cabeza — dijo ella sonriendo.

Pierre apuró una pequeña copa de licor y agachó la cabeza contrariado por el aire cínico que estaba derrochando la joven aquella noche. Suspiró y sacó una foto del bolsillo.

— Esto es lo único que podría identificarle.

Minerva cogió la foto y la miró. Se trataba de una imagen de la mano del cadáver en la que se podía ver un anillo con un sello. Le dio un par de vueltas y se la devolvió.

— No me suena, ¿debería?
— Verás, no se porqué me da la impresión de que pueda ser una antigualla. Tu padre es coleccionista de arte ¿me equivoco? Llévale la foto y a ver que te dice.
— Mejor aún, ven este fin de semana a la villa y se lo preguntas tú.

Pierre se quedó estupefacto. Ella jamás le había invitado siquiera a su apartamento a tomar una copa. Es más, no sabia ni donde vivía.

— Quieres decir que... ¿me estás invitando a casa de tu padre? — titubeó.
— No te confundas. Este fin de semana solo iré el sábado y volveré esa misma tarde. Tengo mucho que hacer el domingo.

Pierre volvió a estrellar sus sentimientos contra la fría pared del corazón de Minerva. Estaba acostumbrado pero no por ello dejaba de resultarle doloroso. A veces se preguntaba por qué continuaba tras ella recogiendo las escasas migajas que dejaba caer, pero el corazón humano es así de perseverante. Cuanto más difícil se lo ponía más ansioso estaba de querer conseguirla. Y es que Minerva era una hermosa mujer. Era mas bien alta y de complexión fuerte sin llegar a la masculinidad. Caderas redondeadas, cintura esbelta y unos senos no muy grandes formaban sus atributos femeninos. Su tez morena y sus ojos oscuros y rasgados estaban enmarcados por una melena lacia y oscura hasta los hombros. El rostro ovalado y los labios carnosos le daban un aspecto dulce e infantil. Pero lo mejor estaba en el interior de su cabeza. Era una joven inteligente y despierta, culta y refinada, lo que unido a lo anterior la hacia todo un partido para cualquier hombre. Lo único reprochable en ella era su frialdad, y eso era lo que a él le hacia sufrir.

viernes, 19 de octubre de 2012

Capítulo I


Todas las mañanas, Minerva se despertaba con las noticias de la RAI. Una tostada de pan de centeno y una taza de descafeinado de sobre completaban su frugal desayuno. El último escándalo financiero o un atentado con coche bomba en las afueras de Bagdad hacían normal cada día desde que tres años atrás se había mudado a aquel apartamento en las afueras de Roma. Hasta en cuatro distintos había vivido desde que se marchó de casa de su padre en el campo. Y no es que allí estuviese mal pero, tener que levantarse hasta dos horas antes para sortear el tráfico matutino de la entrada a la ciudad del Tiber era un engorro. Para su padre no estaba mal. Viudo desde hacia quince años y jubilado, era un retiro espiritual que le servia según él, para poder seguir investigando sobre las tumbas del periodo pre-republicano de la antigua urbe. Catedrático de Historia y arqueólogo aficionado decía que la jubilación solo era una excusa perfecta para seguir trabajando. Los etruscos, su obsesión. Tenia sus teorías particulares acerca del origen y la desaparición de esa civilización cuya historia se perdía en la negrura del tiempo. Aldo o el doctor Castiglione como le llamaban sus alumnos, especializó su vida académica sin embargo en la Edad Media y más concretamente las Cruzadas. Fue un profesor muy amable y era muy apreciado por sus alumnos, respetado por sus colegas y afamado por sus superiores. No aceptó ser rector adjunto de la universidad de Florencia por permanecer al lado de su hija tras morir su esposa. Villa Alexandra, su casa en el campo, era un autentico museo arqueológico. Muchos coleccionistas envidiaban sus piezas únicas. Minerva no tenia ni idea de donde las sacaba. Suponía que debían ser piezas caras aunque su economía no parecía andar pareja a la de un maniático de las antigüedades capaz de invertir miles de euros en una moneda o una estatuilla. Si se ponía a recordar, la colección siempre estuvo allí. El doctor la mimaba más que a ella misma, no permitía que nadie la tocase, ni siquiera su amada Alexandra.

Todo lo que Minerva recordaba de su padre en su infancia era un hombre al que a veces veía algún sábado que otro. Siempre estudiando o enfrascado en alguna investigación, jamás la desatendió económicamente eso sí.

Alexandra era distinta. Era una mujer dulce y agradable. De pelo oscuro y rasgos muy mediterráneos. Una hermosa diosa griega que su padre adoraba aunque no pudiera estar todo lo cerca de ella que hubiese querido. Se conocieron treinta años atrás en Roma. Ella era periodista como Minerva y había venido a Italia desde Atenas para cubrir un reportaje. Coincidieron en un hotel y se prendaron el uno del otro. Un año más tarde estaban casados. Aldo se la llevó a vivir a su finca, a la que rebautizó con su nombre y vivieron felices tres años, en el intervalo en que nació Minerva, pero cuando la pequeña cumplió su primer año el doctor Castiglione comenzó a ausentarse por cuestiones académicas e incluso estando en la finca se encerraba en su despacho y no se le veía durante días.

La vida de Alexandra y Minerva no obstante era feliz y se tenían la una a la otra. No carecían de nada y pasaban las vacaciones juntas. Cuando Minerva contaba con apenas trece años, diagnosticaron a Alexandra un cáncer muy maligno y en escasamente dos meses falleció. Aquello fue un duro golpe para ambos. Su padre se mortificaba por no haber estado el tiempo suficiente con ella y Minerva por que ella era su único apoyo y su compañía. Aunque desde entonces Aldo procuró estar más tiempo con su querida hija ya el tiempo había distanciado demasiado a ambos. Se querían pero no estaban acostumbrados a convivir. Ella no sabia apenas nada de él y viceversa. Cuando Minerva entró en la Universidad para estudiar Periodismo, fue como un alivio para ambos. Ahora se llamaban casi a diario para saludarse y ella le visitaba cada dos fines de semana desde que se fue de Villa Alexandra. Disfrutaban el tiempo juntos pero respiraban más tranquilos cuando llegaba el domingo por la tarde y se despedían hasta dentro de dos semanas.

Aquella mañana estaba a punto de salir hacia la oficina cuando sonó el teléfono. Se le hacia tarde y no quería contestar pero no obstante esperó a que se cortase la llamada. Cuando el timbre dejó de sonar tomó las llaves y el abrigo pero cuando colocaba la pequeña pieza dentada en la embocadura de la cerradura volvió a sonar el dichoso timbre. Quería olvidarse y cerrar, si era importante ya llamarían más tarde. Resopló y se guardó las llaves en el bolsillo mientras cerraba la puerta y se dirigía a la salita que también servia de comedor. Temía que pudiese ser su padre y se tratara de algo importante. Su padre ya no era un muchacho y vivía solo en aquella finca, nunca se estaba del todo segura.

 

— Dígame —  dijo en el tono más dulce que podía con las prisas que tenia.

— ¿Minerva? — sonó una voz masculina al otro lado de la línea.

— ¿Quién va a ser? —  contestó ella en un tono más grave al comprobar que no era su padre.

— Soy Pierre.

 

“Pues claro”, pensó Minerva. Pierre, un teniente de los Carabinieri destinado a homicidios. Tenia treinta y cuatro años y estaba perdidamente enamorado de Minerva, al menos eso le decía a veces. Ella se hacia la distante y le daba largas una y otra vez. No quería involucrarse en una relación seria con nadie de momento. Y no es que el chico no le gustase, pero era o perder la libertad y la intimidad o ahogar los sentimientos del joven. Bien es cierto que habían salido a cenar un par de veces pero un “hasta mañana” en el momento justo desbarataban las ansias  febriles del pobre Pierre. Si bien él insistía una y otra vez en invitarla a almorzar o a cenar y de vez en cuando como regalo para atraerla le daba alguna exclusiva sobre algún caso en el que estuviera trabajando, siempre y cuando no se saltara el secreto de la investigación.

 

— Mira Pierre tengo prisa y se me hace muy tarde ya. Luego te llamo y si quieres ya quedamos otro día.

— No, no es eso. Bueno sí, en cierto modo. Tengo que verte pero no es para quedar. Es algo profesional.

 

Aquello sí que le sorprendió. Nunca la había llamado para nada que no fuera pedirle una cita. Cada vez que hablaban sobre algún crimen o similar era durante la cena y a modo de pasada, con preguntas inconcretas y quedaban para alguna visita en la que sí le ponía al corriente de alguna primicia.

 

— Bueno en cuanto llegue te llamo. Espero que no sea muy urgente.

— Espero tu llamada. Y no te preocupes no es nada grave. Un beso — y colgó.

 

Minerva se quedó un instante oyendo el tono del teléfono y lo dejó sobre la mesilla del recibidor. Cerró la puerta y se dirigió a la plaza de garaje un par de manzanas más allá, donde guardaba su pequeño utilitario alemán. El coche no era gran cosa pero le servia para moverse por la ciudad. Lo compró de segunda mano en un concesionario con el primer sueldo que ganó en este último trabajo y aún le quedaban bastantes letras que pagar. Tan solo esperaba que le durase al menos más que lo que le quedaba de deuda. No estaba muy segura de ello cada vez que metía la llave y la giraba para arrancarlo. Temía que un día se negara a hacerlo. En ese caso estaría perdida. Para una periodista de calle no era opción el transporte público. En fin, todo era cuestión de suerte y de su primo Guido que era mecánico y tenia un taller en las afueras. Arrancó el coche y suspiró. Por esta vez nada anormal. Salió a la calle empedrada y tuvo que poner a funcionar el limpiaparabrisas porque aquella mañana de Octubre amaneció con un fuerte chaparrón. Eso la ponía nerviosa porque el movimiento de las escobillas le distraían y el agua chorreando en los cristales no le dejaba ver bien los espejos retrovisores y eso en una ciudad llena de tráfico era esencial. Llegó a las oficinas del periódico en lo que a ella le pareció una eternidad. Aparcó donde pudo y tras alguna que otra pitada a los típicos caraduras que en cuanto veían un hueco se lanzaban a por él como halcones, aunque una estuviese esperando diez minutos a que el fulano de turno consiguiese sacar el coche del aparcamiento. Era la dura competencia del asfalto. Abrió el paraguas y sorteó como pudo los charcos para no meter los zapatos de tacón. Mil veces pensaba en lo cómodas que resultaban aquellas zapatillas de lona que usaba los fines de semana y en sus vaqueros gastados, pero el protocolo y las normas del periódico la hacían vestir de traje y falda y aquellos odiosos tacones altos. Subió al ascensor tras saludar al conserje y, como siempre se ocultó tras aquellas gafas mientras se recogía el pelo en un moño sobre la cabeza. Aunque no necesitaba las gafas, se servia de unas sin dioptrías para darse cierto aire intelectual y restarse atractivo a fin de mantener distantes a los hombres de la redacción. Evidentemente no le servia de mucho a juzgar por las miradas de sus compañeros masculinos, pero lo que sí es cierto es que imponía algo de respeto. Ocupó el día en acabar un reportaje sobre la escasez inmobiliaria en la capital. Miles de pisos vacíos, pero paradójicamente también miles de familias buscando casa sin encontrar nada. La bestia especulativa que compraba a bajo coste y luego inflaba los precios. Era un tema de actualidad pero a ella le iba más otro tipo de periodismo más agresivo. Sucesos e investigación criminal, eso era lo que a ella le gustaba. Por eso cuando Pierre le daba alguna noticia sobre esos temas, a ella le brillaban los ojos. Claro que al pobre Pierre le parecía que con eso la tenía un poco más cerca.