lunes, 29 de octubre de 2012

Capítulo III


El sábado por la mañana muy temprano detuvo el coche frente a la comisaría donde Pierre la esperaba. En veinticinco minutos estaban ya fuera de Roma camino hacia Villa Alexandra. Durante el trayecto no hablaron mucho. Una hora más tarde penetraban por las puertas enmarcadas en piedra de la finca del Doctor Castiglione. Era una villa espléndida rodeada de algunos viñedos que el padre de Minerva no explotaba, eso se lo dejaba a una cooperativa agrícola a la que le tenia cedido el producto. Tan solo les pedía algunas botellas de vino y que le mantuviesen el pequeño jardín. La casa era de dos plantas construida en piedra la parte baja y mampostería la superior. Era la típica villa del mediodía italiano rodeada de cipreses y flores. Allí se crió Minerva y deshojaba su jubilación Aldo Castiglione. Pierre fue presentado sin muchas florituras al doctor y este le sonrió amablemente.

— Ya era hora Minerva — dijo el doctor sin soltar la mano del joven.

— ¿Hora de qué papá? — respondió Minerva.

— De que trajeras por fin un chico a casa.

Pierre carraspeó y soltó la mano del doctor que se la aferraba tenazmente. Minerva arrugó la nariz y dándole un beso a su padre le soltó al oído.

— No te hagas ilusiones.

— Pasad y tomaos un refrigerio... Pierre me has dicho ¿verdad?

— Pierre sí — contestó el interpelado.

— Eres francés entonces.

— No señor Castiglione, soy de aquí. De la capital.

— Llámame Aldo por favor. Pero Pierre es francés.

— Sí, mi madre era una enamorada del cine francés según cuenta mi padre y de ahí mi nombre.

— Basta de interrogatorios papá — cortó Minerva.

Pasaron a la cocina y desayunaron. Pierre estaba encantado al sentir que estaba por fin entrando en una parte de Minerva que jamás habría pensado, su familia. Eso era un paso adelante, o al menos eso pensaba él. Hasta la hora del almuerzo estuvieron paseando por la finca y ya después de comer subieron al estudio del doctor pues quería enseñarle parte de su colección de la antigua Roma. Mientras subían, Pierre apremió a Minerva para que hablase a su padre sobre el anillo ya que era el motivo de su visita. Mientras veían las piezas y las monedas de época republicana Minerva sacó el tema.

— Papá, a ver si tu podrías identificar un motivo de un anillo sobre el que tenemos una duda. Creemos que podría ser muy antiguo, no sé si nos puedes dar alguna pista.

Pierre sacó la fotografía y se la pasó a Minerva. Ésta se la entregó a su padre que tomando unas gafas del escritorio se las colocó y echó un vistazo. A primera vista el doctor no parecía reconocer el objeto. Con las cejas levantadas mostraba su típica expresión de atención. De pronto arrugó el entrecejo y se acercó algo más la imagen.

— ¿De dónde habéis sacado esta fotografía? — dijo mirándolos por encima de las gafas.

— Es algo que está investigando Pierre.

— ¿Él también es periodista?

— No, soy policía, de homicidios—  contestó.

El doctor alargó la mano y devolvió la foto a su dueño.

— No reconozco ese símbolo, debe ser un anillo comprado en cualquier mercadillo.

— Imposible—  alegó Pierre. –Es de oro macizo y no tiene marcas de ninguna joyería. Además quien lo llevaba no era precisamente un hombre que comprase cosas de mercadillo según creo.

— Bueno, en los mercadillos también se encuentran piezas de colección. Los dueños de esas tiendas no tienen por que saber de arqueología ni de arte.

— Luego es una pieza antigua—  cortó Minerva.

— No he dicho eso—  sentenció el doctor. –Podría ser una reliquia familiar o un sello mandado a hacer a cualquier joyero. No es una baratija claro pero de ahí a que sea una pieza de arqueología. ¿Es acaso una pieza robada?

— No, solo que podría ser la clave para poder reconocer a su dueño—  habló Pierre guardándose la foto.

— Mírala otra vez, papá—  dijo Minerva rescatándola del bolsillo de Pierre.

A éste casi le da un síncope al sentir la mano de Minerva contra su pecho.

— No tengo ni idea—  dijo Aldo sin siquiera mirarla.

— Déjalo Minerva, quizás mi imaginación hace que vea en ese anillo lo que no es. Tu padre tiene razón, será un sello familiar. Tal vez poniendo un anuncio en el periódico con la fotografía alguien lo reconozca.

— Pudiera ser—  dijo Aldo. –Y ese hombre de la foto, ¿fue asesinado?

— Brutalmente. Le decapitaron y quemaron hace cuatro días. La lluvia apagó el fuego y quedaron aún bastantes restos sin calcinar. No le puedo contar más, discúlpeme.

— Lo comprendo. Supongo que el forense podrá encontrar pistas que ayuden a esclarecer semejante crimen.

— Eso espero. Mientras tanto le tenemos al fresco. Quiero decir en el depósito del Anatómico  se disculpó Pierre ante la mirada censuradora de Minerva.

— Bueno, dejemos ese asunto tan lúgubre y bajemos a tomar un café. Seguro que hay mejores temas de los que charlar—  terció Aldo.

— Un café y nos vamos, es tarde y tenemos que salir hacia Roma para estar allí a la hora de la cena.

 

Aquello fue un jarro de agua fría para Pierre. Estaba disfrutando del día en familia con Minerva como un colegial y como siempre, ella le había bajado de la nube con una frase sentenciosa. El atardecer en el terrado de la casa del doctor era soberbio a pesar de las nubes que teñían de violeta el horizonte. El agradable aroma del café recién hecho tenía a Pierre extasiado. Frente a él, Minerva sorbía lentamente con la taza entre las manos. Su padre charlaba tras una pipa humeante pero Pierre apenas le oía. Solo tenia ojos para ella. Cuando se despedían y ya Minerva estaba sentada al volante, el doctor tomó del brazo a Pierre.

— No te des por vencido.

— No se preocupe, daremos con el asesino.

— ¿Pero qué dices? Me refiero a ella. He visto como miras a mi hija. Es una buena chica pero tiene el carácter de su madre. Era griega ¿sabes?

— ¿De qué habláis?—  cortó Minerva.

— Le decía a Pierre que vuelva cuando quiera. Y tú invítalo a venir.

El doctor Castiglione se despidió de ambos y se quedó en la puerta viendo como el coche se alejaba. Cuando lo perdió de vista subió a su despacho y tomó de un cajón unas llaves y una tarjeta.


 

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