Todas las mañanas, Minerva se despertaba con las noticias de
la RAI. Una tostada de pan de centeno y una taza de descafeinado de sobre
completaban su frugal desayuno. El último escándalo financiero o un atentado
con coche bomba en las afueras de Bagdad hacían normal cada día desde que tres
años atrás se había mudado a aquel apartamento en las afueras de Roma. Hasta en
cuatro distintos había vivido desde que se marchó de casa de su padre en el
campo. Y no es que allí estuviese mal pero, tener que levantarse hasta dos
horas antes para sortear el tráfico matutino de la entrada a la ciudad del
Tiber era un engorro. Para su padre no estaba mal. Viudo desde hacia quince
años y jubilado, era un retiro espiritual que le servia según él, para poder
seguir investigando sobre las tumbas del periodo pre-republicano de la antigua
urbe. Catedrático de Historia y arqueólogo aficionado decía que la jubilación
solo era una excusa perfecta para seguir trabajando. Los etruscos, su obsesión.
Tenia sus teorías particulares acerca del origen y la desaparición de esa
civilización cuya historia se perdía en la negrura del tiempo. Aldo o el doctor
Castiglione como le llamaban sus alumnos, especializó su vida académica sin
embargo en la Edad Media y más concretamente las Cruzadas. Fue un profesor muy
amable y era muy apreciado por sus alumnos, respetado por sus colegas y afamado
por sus superiores. No aceptó ser rector adjunto de la universidad de Florencia
por permanecer al lado de su hija tras morir su esposa. Villa Alexandra, su casa
en el campo, era un autentico museo arqueológico. Muchos coleccionistas
envidiaban sus piezas únicas. Minerva no tenia ni idea de donde las sacaba.
Suponía que debían ser piezas caras aunque su economía no parecía andar pareja
a la de un maniático de las antigüedades capaz de invertir miles de euros en
una moneda o una estatuilla. Si se ponía a recordar, la colección siempre
estuvo allí. El doctor la mimaba más que a ella misma, no permitía que nadie la
tocase, ni siquiera su amada Alexandra.
Todo lo que Minerva recordaba de su padre en su infancia era
un hombre al que a veces veía algún sábado que otro. Siempre estudiando o
enfrascado en alguna investigación, jamás la desatendió económicamente eso sí.
Alexandra era distinta. Era una mujer dulce y agradable. De
pelo oscuro y rasgos muy mediterráneos. Una hermosa diosa griega que su padre
adoraba aunque no pudiera estar todo lo cerca de ella que hubiese querido. Se
conocieron treinta años atrás en Roma. Ella era periodista como Minerva y había
venido a Italia desde Atenas para cubrir un reportaje. Coincidieron en un hotel
y se prendaron el uno del otro. Un año más tarde estaban casados. Aldo se la
llevó a vivir a su finca, a la que rebautizó con su nombre y vivieron felices
tres años, en el intervalo en que nació Minerva, pero cuando la pequeña cumplió
su primer año el doctor Castiglione comenzó a ausentarse por cuestiones
académicas e incluso estando en la finca se encerraba en su despacho y no se le
veía durante días.
La vida de Alexandra y Minerva no obstante era feliz y se
tenían la una a la otra. No carecían de nada y pasaban las vacaciones juntas.
Cuando Minerva contaba con apenas trece años, diagnosticaron a Alexandra un
cáncer muy maligno y en escasamente dos meses falleció. Aquello fue un duro
golpe para ambos. Su padre se mortificaba por no haber estado el tiempo
suficiente con ella y Minerva por que ella era su único apoyo y su compañía.
Aunque desde entonces Aldo procuró estar más tiempo con su querida hija ya el
tiempo había distanciado demasiado a ambos. Se querían pero no estaban
acostumbrados a convivir. Ella no sabia apenas nada de él y viceversa. Cuando
Minerva entró en la Universidad para estudiar Periodismo, fue como un alivio
para ambos. Ahora se llamaban casi a diario para saludarse y ella le visitaba
cada dos fines de semana desde que se fue de Villa Alexandra. Disfrutaban el
tiempo juntos pero respiraban más tranquilos cuando llegaba el domingo por la
tarde y se despedían hasta dentro de dos semanas.
Aquella mañana estaba a punto de salir hacia la oficina
cuando sonó el teléfono. Se le hacia tarde y no quería contestar pero no
obstante esperó a que se cortase la llamada. Cuando el timbre dejó de sonar
tomó las llaves y el abrigo pero cuando colocaba la pequeña pieza dentada en la
embocadura de la cerradura volvió a sonar el dichoso timbre. Quería olvidarse y
cerrar, si era importante ya llamarían más tarde. Resopló y se guardó las
llaves en el bolsillo mientras cerraba la puerta y se dirigía a la salita que
también servia de comedor. Temía que pudiese ser su padre y se tratara de algo
importante. Su padre ya no era un muchacho y vivía solo en aquella finca, nunca
se estaba del todo segura.
— Dígame — dijo en el tono más dulce que podía con las
prisas que tenia.
— ¿Minerva? — sonó una voz masculina al otro lado de la
línea.
— ¿Quién va a ser? —
contestó ella en un tono más grave al comprobar que no era su padre.
— Soy Pierre.
“Pues claro”, pensó Minerva. Pierre, un teniente de los
Carabinieri destinado a homicidios. Tenia treinta y cuatro años y estaba
perdidamente enamorado de Minerva, al menos eso le decía a veces. Ella se hacia
la distante y le daba largas una y otra vez. No quería involucrarse en una
relación seria con nadie de momento. Y no es que el chico no le gustase, pero
era o perder la libertad y la intimidad o ahogar los sentimientos del joven.
Bien es cierto que habían salido a cenar un par de veces pero un “hasta mañana”
en el momento justo desbarataban las ansias
febriles del pobre Pierre. Si bien él insistía una y otra vez en invitarla
a almorzar o a cenar y de vez en cuando como regalo para atraerla le daba
alguna exclusiva sobre algún caso en el que estuviera trabajando, siempre y
cuando no se saltara el secreto de la investigación.
— Mira Pierre tengo prisa y se me hace muy tarde ya. Luego
te llamo y si quieres ya quedamos otro día.
— No, no es eso. Bueno sí, en cierto modo. Tengo que verte
pero no es para quedar. Es algo profesional.
Aquello sí que le sorprendió. Nunca la había llamado para
nada que no fuera pedirle una cita. Cada vez que hablaban sobre algún crimen o
similar era durante la cena y a modo de pasada, con preguntas inconcretas y
quedaban para alguna visita en la que sí le ponía al corriente de alguna
primicia.
— Bueno en cuanto llegue te llamo. Espero que no sea muy
urgente.
— Espero tu llamada. Y no te preocupes no es nada grave. Un
beso — y colgó.
Minerva se quedó un instante oyendo el tono del teléfono y
lo dejó sobre la mesilla del recibidor. Cerró la puerta y se dirigió a la plaza
de garaje un par de manzanas más allá, donde guardaba su pequeño utilitario
alemán. El coche no era gran cosa pero le servia para moverse por la ciudad. Lo
compró de segunda mano en un concesionario con el primer sueldo que ganó en
este último trabajo y aún le quedaban bastantes letras que pagar. Tan solo
esperaba que le durase al menos más que lo que le quedaba de deuda. No estaba
muy segura de ello cada vez que metía la llave y la giraba para arrancarlo.
Temía que un día se negara a hacerlo. En ese caso estaría perdida. Para una
periodista de calle no era opción el transporte público. En fin, todo era
cuestión de suerte y de su primo Guido que era mecánico y tenia un taller en
las afueras. Arrancó el coche y suspiró. Por esta vez nada anormal. Salió a la
calle empedrada y tuvo que poner a funcionar el limpiaparabrisas porque aquella
mañana de Octubre amaneció con un fuerte chaparrón. Eso la ponía nerviosa
porque el movimiento de las escobillas le distraían y el agua chorreando en los
cristales no le dejaba ver bien los espejos retrovisores y eso en una ciudad
llena de tráfico era esencial. Llegó a las oficinas del periódico en lo que a
ella le pareció una eternidad. Aparcó donde pudo y tras alguna que otra pitada
a los típicos caraduras que en cuanto veían un hueco se lanzaban a por él como
halcones, aunque una estuviese esperando diez minutos a que el fulano de turno
consiguiese sacar el coche del aparcamiento. Era la dura competencia del
asfalto. Abrió el paraguas y sorteó como pudo los charcos para no meter los
zapatos de tacón. Mil veces pensaba en lo cómodas que resultaban aquellas
zapatillas de lona que usaba los fines de semana y en sus vaqueros gastados,
pero el protocolo y las normas del periódico la hacían vestir de traje y falda
y aquellos odiosos tacones altos. Subió al ascensor tras saludar al conserje y,
como siempre se ocultó tras aquellas gafas mientras se recogía el pelo en un
moño sobre la cabeza. Aunque no necesitaba las gafas, se servia de unas sin
dioptrías para darse cierto aire intelectual y restarse atractivo a fin de
mantener distantes a los hombres de la redacción. Evidentemente no le servia de
mucho a juzgar por las miradas de sus compañeros masculinos, pero lo que sí es
cierto es que imponía algo de respeto. Ocupó el día en acabar un reportaje
sobre la escasez inmobiliaria en la capital. Miles de pisos vacíos, pero
paradójicamente también miles de familias buscando casa sin encontrar nada. La
bestia especulativa que compraba a bajo coste y luego inflaba los precios. Era
un tema de actualidad pero a ella le iba más otro tipo de periodismo más
agresivo. Sucesos e investigación criminal, eso era lo que a ella le gustaba.
Por eso cuando Pierre le daba alguna noticia sobre esos temas, a ella le
brillaban los ojos. Claro que al pobre Pierre le parecía que con eso la tenía
un poco más cerca.
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