viernes, 19 de octubre de 2012

Capítulo I


Todas las mañanas, Minerva se despertaba con las noticias de la RAI. Una tostada de pan de centeno y una taza de descafeinado de sobre completaban su frugal desayuno. El último escándalo financiero o un atentado con coche bomba en las afueras de Bagdad hacían normal cada día desde que tres años atrás se había mudado a aquel apartamento en las afueras de Roma. Hasta en cuatro distintos había vivido desde que se marchó de casa de su padre en el campo. Y no es que allí estuviese mal pero, tener que levantarse hasta dos horas antes para sortear el tráfico matutino de la entrada a la ciudad del Tiber era un engorro. Para su padre no estaba mal. Viudo desde hacia quince años y jubilado, era un retiro espiritual que le servia según él, para poder seguir investigando sobre las tumbas del periodo pre-republicano de la antigua urbe. Catedrático de Historia y arqueólogo aficionado decía que la jubilación solo era una excusa perfecta para seguir trabajando. Los etruscos, su obsesión. Tenia sus teorías particulares acerca del origen y la desaparición de esa civilización cuya historia se perdía en la negrura del tiempo. Aldo o el doctor Castiglione como le llamaban sus alumnos, especializó su vida académica sin embargo en la Edad Media y más concretamente las Cruzadas. Fue un profesor muy amable y era muy apreciado por sus alumnos, respetado por sus colegas y afamado por sus superiores. No aceptó ser rector adjunto de la universidad de Florencia por permanecer al lado de su hija tras morir su esposa. Villa Alexandra, su casa en el campo, era un autentico museo arqueológico. Muchos coleccionistas envidiaban sus piezas únicas. Minerva no tenia ni idea de donde las sacaba. Suponía que debían ser piezas caras aunque su economía no parecía andar pareja a la de un maniático de las antigüedades capaz de invertir miles de euros en una moneda o una estatuilla. Si se ponía a recordar, la colección siempre estuvo allí. El doctor la mimaba más que a ella misma, no permitía que nadie la tocase, ni siquiera su amada Alexandra.

Todo lo que Minerva recordaba de su padre en su infancia era un hombre al que a veces veía algún sábado que otro. Siempre estudiando o enfrascado en alguna investigación, jamás la desatendió económicamente eso sí.

Alexandra era distinta. Era una mujer dulce y agradable. De pelo oscuro y rasgos muy mediterráneos. Una hermosa diosa griega que su padre adoraba aunque no pudiera estar todo lo cerca de ella que hubiese querido. Se conocieron treinta años atrás en Roma. Ella era periodista como Minerva y había venido a Italia desde Atenas para cubrir un reportaje. Coincidieron en un hotel y se prendaron el uno del otro. Un año más tarde estaban casados. Aldo se la llevó a vivir a su finca, a la que rebautizó con su nombre y vivieron felices tres años, en el intervalo en que nació Minerva, pero cuando la pequeña cumplió su primer año el doctor Castiglione comenzó a ausentarse por cuestiones académicas e incluso estando en la finca se encerraba en su despacho y no se le veía durante días.

La vida de Alexandra y Minerva no obstante era feliz y se tenían la una a la otra. No carecían de nada y pasaban las vacaciones juntas. Cuando Minerva contaba con apenas trece años, diagnosticaron a Alexandra un cáncer muy maligno y en escasamente dos meses falleció. Aquello fue un duro golpe para ambos. Su padre se mortificaba por no haber estado el tiempo suficiente con ella y Minerva por que ella era su único apoyo y su compañía. Aunque desde entonces Aldo procuró estar más tiempo con su querida hija ya el tiempo había distanciado demasiado a ambos. Se querían pero no estaban acostumbrados a convivir. Ella no sabia apenas nada de él y viceversa. Cuando Minerva entró en la Universidad para estudiar Periodismo, fue como un alivio para ambos. Ahora se llamaban casi a diario para saludarse y ella le visitaba cada dos fines de semana desde que se fue de Villa Alexandra. Disfrutaban el tiempo juntos pero respiraban más tranquilos cuando llegaba el domingo por la tarde y se despedían hasta dentro de dos semanas.

Aquella mañana estaba a punto de salir hacia la oficina cuando sonó el teléfono. Se le hacia tarde y no quería contestar pero no obstante esperó a que se cortase la llamada. Cuando el timbre dejó de sonar tomó las llaves y el abrigo pero cuando colocaba la pequeña pieza dentada en la embocadura de la cerradura volvió a sonar el dichoso timbre. Quería olvidarse y cerrar, si era importante ya llamarían más tarde. Resopló y se guardó las llaves en el bolsillo mientras cerraba la puerta y se dirigía a la salita que también servia de comedor. Temía que pudiese ser su padre y se tratara de algo importante. Su padre ya no era un muchacho y vivía solo en aquella finca, nunca se estaba del todo segura.

 

— Dígame —  dijo en el tono más dulce que podía con las prisas que tenia.

— ¿Minerva? — sonó una voz masculina al otro lado de la línea.

— ¿Quién va a ser? —  contestó ella en un tono más grave al comprobar que no era su padre.

— Soy Pierre.

 

“Pues claro”, pensó Minerva. Pierre, un teniente de los Carabinieri destinado a homicidios. Tenia treinta y cuatro años y estaba perdidamente enamorado de Minerva, al menos eso le decía a veces. Ella se hacia la distante y le daba largas una y otra vez. No quería involucrarse en una relación seria con nadie de momento. Y no es que el chico no le gustase, pero era o perder la libertad y la intimidad o ahogar los sentimientos del joven. Bien es cierto que habían salido a cenar un par de veces pero un “hasta mañana” en el momento justo desbarataban las ansias  febriles del pobre Pierre. Si bien él insistía una y otra vez en invitarla a almorzar o a cenar y de vez en cuando como regalo para atraerla le daba alguna exclusiva sobre algún caso en el que estuviera trabajando, siempre y cuando no se saltara el secreto de la investigación.

 

— Mira Pierre tengo prisa y se me hace muy tarde ya. Luego te llamo y si quieres ya quedamos otro día.

— No, no es eso. Bueno sí, en cierto modo. Tengo que verte pero no es para quedar. Es algo profesional.

 

Aquello sí que le sorprendió. Nunca la había llamado para nada que no fuera pedirle una cita. Cada vez que hablaban sobre algún crimen o similar era durante la cena y a modo de pasada, con preguntas inconcretas y quedaban para alguna visita en la que sí le ponía al corriente de alguna primicia.

 

— Bueno en cuanto llegue te llamo. Espero que no sea muy urgente.

— Espero tu llamada. Y no te preocupes no es nada grave. Un beso — y colgó.

 

Minerva se quedó un instante oyendo el tono del teléfono y lo dejó sobre la mesilla del recibidor. Cerró la puerta y se dirigió a la plaza de garaje un par de manzanas más allá, donde guardaba su pequeño utilitario alemán. El coche no era gran cosa pero le servia para moverse por la ciudad. Lo compró de segunda mano en un concesionario con el primer sueldo que ganó en este último trabajo y aún le quedaban bastantes letras que pagar. Tan solo esperaba que le durase al menos más que lo que le quedaba de deuda. No estaba muy segura de ello cada vez que metía la llave y la giraba para arrancarlo. Temía que un día se negara a hacerlo. En ese caso estaría perdida. Para una periodista de calle no era opción el transporte público. En fin, todo era cuestión de suerte y de su primo Guido que era mecánico y tenia un taller en las afueras. Arrancó el coche y suspiró. Por esta vez nada anormal. Salió a la calle empedrada y tuvo que poner a funcionar el limpiaparabrisas porque aquella mañana de Octubre amaneció con un fuerte chaparrón. Eso la ponía nerviosa porque el movimiento de las escobillas le distraían y el agua chorreando en los cristales no le dejaba ver bien los espejos retrovisores y eso en una ciudad llena de tráfico era esencial. Llegó a las oficinas del periódico en lo que a ella le pareció una eternidad. Aparcó donde pudo y tras alguna que otra pitada a los típicos caraduras que en cuanto veían un hueco se lanzaban a por él como halcones, aunque una estuviese esperando diez minutos a que el fulano de turno consiguiese sacar el coche del aparcamiento. Era la dura competencia del asfalto. Abrió el paraguas y sorteó como pudo los charcos para no meter los zapatos de tacón. Mil veces pensaba en lo cómodas que resultaban aquellas zapatillas de lona que usaba los fines de semana y en sus vaqueros gastados, pero el protocolo y las normas del periódico la hacían vestir de traje y falda y aquellos odiosos tacones altos. Subió al ascensor tras saludar al conserje y, como siempre se ocultó tras aquellas gafas mientras se recogía el pelo en un moño sobre la cabeza. Aunque no necesitaba las gafas, se servia de unas sin dioptrías para darse cierto aire intelectual y restarse atractivo a fin de mantener distantes a los hombres de la redacción. Evidentemente no le servia de mucho a juzgar por las miradas de sus compañeros masculinos, pero lo que sí es cierto es que imponía algo de respeto. Ocupó el día en acabar un reportaje sobre la escasez inmobiliaria en la capital. Miles de pisos vacíos, pero paradójicamente también miles de familias buscando casa sin encontrar nada. La bestia especulativa que compraba a bajo coste y luego inflaba los precios. Era un tema de actualidad pero a ella le iba más otro tipo de periodismo más agresivo. Sucesos e investigación criminal, eso era lo que a ella le gustaba. Por eso cuando Pierre le daba alguna noticia sobre esos temas, a ella le brillaban los ojos. Claro que al pobre Pierre le parecía que con eso la tenía un poco más cerca.

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