lunes, 25 de febrero de 2013

Capítulo VI




Lástima que su padre no usaba teléfono móvil, de lo contrario le habría llamado al momento para echarle una soberana bronca. El timbre del teléfono de la mesilla le sobresaltó y le hizo dar un respingo. Lo cogió inmediatamente y se llevó la mano al pecho.

-          ¿Papá?
-          Minerva, soy Pierre, tengo que hablar con tu padre. Es sobre el anillo, bueno, sobre el fiambre.

Minerva odiaba que se hablara con desprecio de los muertos. Aunque no los conociera.

-          Mi padre no está. Según parece está en una conferencia. Por cierto ¿cómo tienes el número de esta casa? – dijo secamente.
-          Me lo dio tu padre ¿no lo recuerdas?
-          Mi padre es un entrometido. Bueno, ¿sabes algo nuevo?
-          Vaya, parece que al fin te intereso.
-          Déjate de tonterías, Pierre. Sabes que me intereso por ti. Ya sabes que no soy muy cumplida.
-          Qué me vas a contar. Y no quería decir que te intereses por mí, sino que estés interesada en mí.
-          Vale, ahora clase de lingüística –lanzó un resoplido.
-          No refunfuñes más ¿Te recojo y te cuento?
-          Mejor voy a comisaría y me lo cuentas allí. Tengo aquí el coche y no pienso dejarlo.
-          Te espero. Me encantará que una chica guapa venga a verme, mis compañeros se pondrán verdes de…

Minerva no le dejó acabar y con su acostumbrada e impuesta frialdad le colgó. Tomó el coche y condujo hasta la capital. Ya en comisaría preguntó por el despacho del teniente Guirola y la funcionaria del mostrador la miró por encima de las gafas.

-          ¿El despacho? Mira mona, si te refieres a Pierre Guirola, su “despacho” está en el segundo piso, segunda puerta a la derecha. Homicidios.

Minerva pasó y se adentró por el largo y ancho pasillo de la comisaría. Desde luego, las ponían allí para alejar a la gente. Antes de subir la escalera se giró. La mujer la observaba apoyada sobre los codos en el mostrador. No soportaba la pedantería con que algunas personas tratan a otras por el simple hecho de estar tras una ventanilla o una mesa de despacho. Ella era una persona culta, estudiada, inteligente y sin embargo, a pesar de su frialdad, no se jactaba ante los demás por sus estudios o por ser de buena familia, toda esa clase de tonterías que de niña tuvo que soportar entre las compañeras de colegio.

Minerva se educó en un colegio privado. No en el típico colegio religioso que a su madre le habría gustado. El Doctor no quería que le influyesen en lo tocante a las creencias. Sin embargo no dejaba de ser un centro elitista reservado a las familias pudientes. Quizás, quería pensar Minerva, era una manera que tenía su padre de protegerla. Aldo siempre criticaba la, para él, tosquedad de los alumnos de los colegios públicos. Minerva no comprendía esa idea en alguien que según decía, venía de orígenes humildes. O quizás era por eso, para borrar la huella de sinsabor que le producía a su padre esa procedencia. Estaba claro que Aldo Castiglione no había estado en un colegio de las características del que Minerva tuvo que sufrir. Si allí no había tosquedad, lo que sí había era ausencia de cualquier clase de modestia, respeto, fidelidad o caridad. No por parte de las profesoras, que en cuanto a disciplina tenían un concepto casi medieval. En lo tocante al respeto, cuando era en sentido profesor-alumno, era nulo, aunque exigían casi veneración en el caso contrario. Las niñas en cambio eran competitivas y crueles entre sí. En cuanto sabían de una con un poco de sensibilidad, o escaso estómago para domeñar, someter o amedrentar a las más débiles, entraban a formar parte del grupo avasallado. Era una guerra continua por aparentar ser la más fuerte, la más rica, la más apreciada por el profesorado. Ciertamente las preparaban bien para acometer el futuro en la sociedad clasista de la que provenían. Al principio, Minerva intentó ser como ellas o al menos que no la tomaran por una de las débiles, de las hijas de aburguesados que pretendían nadar entre tiburones. Con el tiempo supo rodearse de una especie de envoltura para no ser vista por las harpías. No se entregaba al escarnio de las pobres, pero tampoco alternaba con ellas para no caer en el punto de mira de las más crueles. Por supuesto tampoco hizo nada por evitarlo, cosa que sabía imposible, internada como estaba en aquel criadero de “señoritas bien”. Quizás de ahí le vino lo de ser periodista, para poder denunciar atropellos e injusticias, solo que sus jefes no querían verlo. De poco valieron los intentos de Alexandra por hacerla una esposa perfecta para algún rico heredero durante el último año que pudieron disfrutar juntas, al finalizar la Primaria. Al contrario, quizás eso la hacía aferrarse a su soltería con uñas y dientes, muy a pesar de Pierre. La experiencia que la propia Alexandra le dejó en herencia a Minerva, con la soledad en que vivió el tiempo que estuvo en el mundo con su padre, flaco favor hacía a la posibilidad de un futuro en pareja. Quizás también era eso lo que la hacía aparentar un aire alejado de la típica chica sexy y voluptuosa que sin duda sería si quisiera.


Subió la escalera dejando atrás a la indiscreta conserje tras sus horrendas gafas de metal y llegó al segundo piso. La segunda puerta daba a una amplia oficina en la que, desde los cristales de la mampara que la separaba del pasillo, se veían lo que supuso serían carabinieris como Pierre. En una de las mesas estaba él. Se le quedó mirando un instante mientras trabajaba. No era feo. Más bien era guapo. Su madre habría dicho que estaba como un tren, aunque para su madre, cualquier hombre de aspecto típicamente latino estaba como un tren. Y eso que solía ser muy recatada en público, pero en la confidencialidad de las conversaciones “madre-hija” veraniegas, en las terrazas del pueblo de Cittá di Castello, cercano a Villa Alexandra.

Decidió por una vez seguirle el juego a Pierre. No era propio de ella pero, por darle un premio a Pierre y una bofetada a aquella bruja de la entrada. Se soltó el pelo y se lo ahuecó un poco. No llevaba tacones, como de costumbre, pero sabía erguirse y aparentar llevarlos. Se quitó el abrigo y estiró los hombros hacia atrás. Abrió la puerta y se quedó un instante en el umbral para que todos pudieran observarla. Pierre levantó la vista y casi no la reconoció con el pelo suelto. El estómago le dio un brinco. Minerva se abrió paso entre las miradas de los compañeros de Pierre. Verdaderamente no se sentía cómoda y se arrepintió al momento, pero ya no era cuestión de amilanarse. Pierre se levantó y la esperó. Una sonrisa estúpida se dibujaba en su rostro. Nada diferente de la de algunos otros que le abrían paso al cruzar la sala. Por un instante pensó que quizás estaba equivocada y era esta una estrategia más interesante que la de representar ser una sosa. Llegó frente a Pierre y este se quedó sin saber que decirle.

-          Bueno, ¿me siento? – dijo mirando la silla que había frente a la mesa.
-          Eh, claro Minerva, claro. Que estúpido – dijo sintiéndose azorado.
-          Y bien - Minerva sentía las miradas en su cuerpo. Estaba un poco molesta.

Pierre lo notó y se giró hacia sus compañeros. Carraspeó, y como en un elaborado lenguaje masculino de signos, el resto de compañeros volvió a sus quehaceres regresando el típico murmullo de oficina.

-          Vaya sorpresa Minerva. Pensaba que me llamarías desde la puerta como siempre – dijo Pierre mostrando el teléfono.
-          Bah, decidí ver dónde trabajabas con mis propios ojos – añadió ella echando un vistazo alrededor.
-          Quizás no es lo que esperabas. No sé.
-          Bueno, tampoco esperaba verte en una de esas aulas de serie americana, llena de fotos de asesinados y líneas rojas uniendo nombres. Ya sabes, con un cristal escrito con rotulador con las pruebas y las posibles coartadas.
-          Sí ya, tampoco es un despacho privado con cortinas venecianas de novela negra. Pero es lo que hay, pocos recursos y demasiado trabajo.
-          Bueno, donde trabajo es más o menos lo mismo. Quizás un poco más moderno pero igual de funcional. Pero no me llamaste para hablar de decoración – dijo recuperando su estilo habitual de ir al grano del asunto.
-          Sí, por supuesto, bajemos a la puerta. Allí hablaremos con más tranquilidad, ya sabes.

Pierre no quería que supieran que hablaba de “trabajo” con personas ajenas al departamento. Cuando salían, Minerva dejó caer un “hasta luego” a los que volvieron a mirarla. Como algo ensayado, todos al unísono contestaron lo mismo con una sonrisa bobalicona en la cara.

-          Desde luego Pierre, sois infantiles.
-          Son los colegas, que están salidos como marineros en día de paga.
-          No me refiero a tus compañeros en particular.
-          Somos hombres, nada más.
-          ¿Hombres? En un patio de colegio no habría más babas y risitas.
-          ¿Vamos a discutir sobre machismo-feminismo?
-          No, Pierre, no tiene remedio. Bueno, lo que me querías decir.

Llegaron a la recepción de la comisaría y la funcionaria los miró sin mucho interés. Volvió a sus quehaceres frente al ordenador, pero de pronto se detuvo y quitándose las gafas volvió a mirar al darse cuenta de que era la misma chica que acababa de subir, solo que con un aspecto diferente.

-          Salgamos fuera – susurró Minerva – la “portera” no nos quita ojo.

Pierre sonrió y salieron a la calle.

-          Bueno, resulta que he podido saber qué es el anillo. Quiero decir, qué significa. Es un viejo escudo…
-          Blasón.
-          Sí, blasón. Parece ser que pertenece a un antiguo señorío, o como se llame – adelantó antes de que Minerva volviera a corregirle. Ella sonrió.
-          Sería una pieza de colección.
-          Tal vez, pero quiero cerciorarme. ¿Me ayudarás a buscar dónde está el lugar donde pertenece?
-          Y el que te ha dicho qué es un “escudo de un señorío” ¿no puede decirte dónde está?
-          Lo encontré en Google.


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